jueves, 16 de diciembre de 2010

Reseña de la novela "El mar que nos trajo", de Griselda Gambaro

El mar une y separa, hace y deshace, lleva y trae. Puede ser un puente entre dos continentes o un muro impenetrable. Un mar turbulento como la vida de los protagonistas de la novela de Griselda Gambaro, “El mar que nos trajo”, que crea y destruye lazos a través del tiempo, y que agobia una realidad signada por las pérdidas y el desaliento. La inmensidad de un mar poderoso, cambiante, indomable, que genera vida o muerte, sangre o gloria.
El mar trae a Agostino a Buenos Aires, desde la vieja Italia. Durante su estadía, Agostino conoce a Luisa y echa raíces, ignorando a su antigua prometida, Adele. Al tiempo, nace Natalia, por quien siente una gran devoción: “(…) retornaba del trabajo pensando en la niña cuyas salidas lo regocijaban y le concedían el único orgullo que había podido conquistar en esta tierra”. Agostino confía en que la distancia lo protegerá de los hermanos de la novia despechada, pero cae en una trampa y es deportado para salvar el honor de la dama. Ese océano que lo trajo, lo arranca de su familia y lo lleva de vuelta a las costas de su pueblo natal.
El mar supera las distancias y azota el nuevo hogar de Agostino, llevando el recuerdo de su hija Natalia: “En el comedor, él puso el pequeño retrato apoyado en la pared (…) Recordó: barquita mía, y la insistencia incansable. ¿Qué soy? (…)”.Agostino se conmueve con la chiquilla dulce y alegre de la fotografía. Una imagen que preservará a lo largo del tiempo y que contrasta con la difícil realidad de la niña. No obstante, Agostino, sin apartarse jamás del recuerdo de su hija, hallará su razón de ser en su otro hijo, Giovanni, quien frecuentemente “corría a su encuentro, se prendía de las ropas húmedas y como antes Natalia con el hollín, contagiaba su camisón con olor a pescado y a mar”.
El mar se convierte en brazo del destino. Natalia pierde a su padre y no halla consuelo ni respuestas. La ausencia de Agostino provoca un quiebre en su vida: nunca volverá a ser feliz. Natalia enfrentará la realidad recluida en una coraza de prejuicios y rencor. Así mismo, la difícil situación económica y la enfermedad de su madre la llevan a convertirse en jefa de hogar. Mientras que Giovanni se cría en Italia, con la contención de una familia con fuerte presencia paterna.
Cierta vez, ese mar que Agostino amaba, casi le arrebata a su hijo, tal como lo hizo con Natalia. Un mar que en el pasado lo llevó a Buenos Aires para formar un hogar y concebir una hermosa hija, y que luego se lo había quitado todo. Pero el océano también devolverá esperanza. Años después, Natalia recibirá una carta de su hermano Giovanni. El mar que antes la separó de su padre, le trae un hermano. Un lazo de sangre que perdurará hasta el fin de sus vidas.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Una canción

Cuando las campanas suenen,
sabré que el acto se ha consumado.
Entonces, tomaré mi vieja guitarra
y zarparé rumbo a la desdicha.

Será difícil olvidarla,
más no imposible.
Pero esos ojos, esa mirada, percibo,
me invitan a una vida que no auguro.

Lejos de un amor que creí verdadero,
y en el desvelo de una premonición,
hago un apuesta. ¡Os juro!
Yo sufriré, pero ella
volverá a oír mi canción.

viernes, 11 de junio de 2010

Porteño N· 23


Más que un simple medio de transporte, el tranvía 23 fue parte del alma del barrio porteño de Boedo. Por sus coches desfilaban en su mayoría trabajadores que iban del relegado sur capitalino hasta la emblemática Plaza de Mayo. Oficinistas “trajeados” y costureras, que llevaban a cuestas gruesos atados de tela, eran los habituales pasajeros de estos carros de madera y chapa, que se dirigían con marcha lenta hacia el corazón de una ciudad empapada de tango.
Esta línea, cuyo recorrido trazaba un ocho imaginario, fue testigo de la gran pasión nacional: el fútbol. Cuentan los nostálgicos que los domingos era memorable observar cómo el 23 circulaba abarrotado de hinchas que se dirigían al viejo Gasómetro. Cánticos, banderas, gente enfervorizada colgada de los estribos y sentada en el techo del tranvía son sólo algunas de las imágenes que solían apreciarse antes de que levantaran las vías que surcaban la avenida La Plata.
Sus coches circularon por última vez en 1962, a raíz de una decisión gubernamental que le rindió culto al progreso. No obstante, la mística que encierran sus viajes en el recuerdo vivo, no fue ni será consumida por el paso de los años.

jueves, 10 de junio de 2010

La condena de un Rey


Cuentan que un hombre, bajo la gracia de Gregorio, tuvo la mejor de las vidas que cualquier mortal podría desear…
Fue cobijado en el seno de una noble y distinguida familia de la aristocracia. Recibió el afecto incondicional de sus padres, hermanos y amigos. Gozó de una libertina juventud con amores por doquier, todos ellos impuros. Resultó heredero de una basta fortuna, que se encargó de multiplicar moneda a moneda. Fue respetado por sus pares, alabado e idolatrado por otros. Al tiempo, que logró desposarse con una bella y joven mujer de sensible corazón, a la cual bendijo con hijos tan afectuosos como inteligentes. Así mismo, ganó todos y cada uno de los arduos desafíos que enfrentó, hasta convertirse en un verdadero Rey.
Pero no todas serían rosas las que depara este azar, puesto que el “pobre” Gregorio nunca fue realmente feliz. En verdad, jamás conoció de qué se trataba la felicidad por temor a probar el indecoroso gusto del fracaso.
Muchos años después, el Rey, puesto ya anciano, pereció en la soledad de su cuarto con una extraña sensación en su pecho que, dicen, quizás fue pena, y junto con él cayó su reinado.

jueves, 3 de junio de 2010

La forastera



¿Quién es esa muchacha?
Tan bella y refinada,
de porte celestial,
cual ángel sobre la tierra.

¿De dónde vendría?
Forastera de cálidos gestos,
piel de leche, rizos castaños.
Fragancia a rosas frescas de los campos.
Podría enamorarme de ella.

¿Por qué habría de estar sola?
Si es tan perfecta a la vista,
como a la intuición…
no sin percibir cierto arrojo de desconfianza,
en sus ojos vidriosos.

¿Qué lleva en esa canastita?
Tan pequeña y con moño azul.
Un paquete envuelto, atado,
de sangriento color, supongo.
¿Qué sería?, curioso, pregunté.

¿Cuál fue su respuesta?
Extraer un cuchillo,
y con gesto amenazante,
impropio de una dama tal cual era,
jurar ahí mismo, ante su diosito,
rebanar mi estómago,
si contara su trágica historia.

lunes, 31 de mayo de 2010

Bicentenario


200 inicios.
200 ecos inmortales.
200 hazañas concebidas en un paraíso.
200 disparos al corazón y un río de sangre.
200 sueños de grandeza.
200 mitos desterrados.
200 llamas en las sombras.
200 patrias en una sola.
200 caprichos celestiales y un rezo de domingo, inútil.
200 mordazas.
200 gritos de libertad.
200 votos de la razón a la sin razón.
200 goles de ficción invernal.
200 lágrimas aún ruedan por ella.
200 frases que desearía jamás volver a oír.
200 flores de papel y una de carne.
200 preguntas sin respuestas.
200 libros exiliados y una página en blanco, autista.
200 gritos de revancha.
200 esperanzas de juventud y una vejez incierta.
200 rostros que no olvidaremos.
200 horas, meses, años...
200 amaneceres se cumplieron sin ti.
200 fábulas de horror y el amor que cruza incauto a través del tiempo.
200 injusticias perpetradas.
200 heridas abiertas.
200 soles de guerra y un tibio beso de cara a la luna.
200 renaceres.
200 pugnas de poder y un cebo.
200 niños que juegan a ser Dios.
200 finales.
200 giros y una ilusión misericordiosa.

sábado, 15 de mayo de 2010

Memorias del Di Tella


El Instituto Di tella, fundado en 1958, llegó a convertirse, durante la década del ’60, en un mítico refugio del arte y la cultura de jóvenes dispuestos a desafiar los estereotipos sociales vigentes e imponer sus propias reglas creativas e ideales con total desprejuicio. Este templo de la vanguardia nacional estaba situado en Florida 936, entre Charcas y Paraguay, en la denominada “Manzana Loca”. Hoy, a poco de cumplirse 52 años de su inauguración, el local se halla ocupado por un local de indumentaria.
“El Di Tella fue una especie de utopía de la pureza, porque lo que después se vivió en la Argentina fue un horror”, diría años más tarde el director teatral, Alfredo Rodríguez Arias. El Instituto, a cargo de Jorge Romero Brest, era un espacio propicio para mostrar y fomentar las nuevas experiencias artísticas que anidaban en New York, Paris y Londres.
Con la eliminación del espectador pasivo mediante la “agresión” de los actores, se inauguró una provocativa forma de hacer teatro que sirvió de referencia para muchos espectáculos que se realizaron con posterioridad, como el caso del grupo de De la Guarda. Entre las representaciones más recordadas están El Desatino y Los Siameses.
Las obras en exhibición llegaron a escandalizar a las razas más conservadoras. Una de ellas era La Menesunda, de Marta Minujín, que fue pionera en cuanto al tipo de ambientación de una puesta, ya que el público, luego de atravesar unos túneles, podía observar a dos personas charlando sobre una cama. También el Cristo crucificado sobre un avión Caza, de León Ferrari, lo que representaba una clara oposición a la Guerra de Vietnam, y la representación de El Baño, de Roberto Plate, que fue clausurada por el presidente Juan Carlos Onganía, cuando en sus paredes aparecieron graffitis que objetaban su gobierno. La decisión del Ejecutivo desembocó en la protesta de los artistas del Di Tella que retiraron sus obras y las destruyeron frente al Instituto. “Mi obra fue el disparador de un reclamo latente”, aseguró Plate.
En mayo de 1970, el local de Florida cerró sus puertas tras la reducción del presupuesto asignado al centro. El Di Tella fue objeto de numerosas de críticas por parte de sectores que se oponían radicalmente a toda manifestación cultural que buscaba experimentar y hallar nuevos caminos de expresión, lejos de la ortodoxia reinante.
Aquél fue el sueño roto de un país que pudo ser distinto.

Un adiós, una bienvenida



Dany estaba arrodillado en su jardín, frente a un viejo par de zapatos. Éstos se encontraban entrelazados por cordones, firmemente anudados. Su rostro denotaba entre pesadumbre y emoción.
-Caminamos mucho juntos, y la pasamos como pudimos- dijo melancólico. -¿Recuerdan cuando los empapé en la inundación? Quedaron mojados por casi una semana. Lo lamenté demasiado... De verdad.
También perdón por golpearlos tan seguido con la pelota, pero soy así, y ya estoy grande para cambiar. En realidad, siempre supe que sabrían comprender. Los buenos amigos hacen eso. Y me bancaron...
Estuvieron en mis desvelos y esperanzas...
En mis logros y fracasos…
Y en mis sueños. Siempre junto a mí.
Me condujeron por rutas que jamás imaginé...
Me llevaron a conocer a Lara, a plantarme en su camino y a no irme jamás de su lado. Me acompañaron cuando nació Patricio y juntos aprendimos sobre ese otro gran amor. El de ser padre... Y eso no tiene precio.
Me dieron su vida y yo la mía…
Créanme que jamás los olvidaré. Adiós, compañeros...- se despidió Dany- y gracias.
Guardó los zapatos dentro de una caja de cartón y se aproximó a la fosa que él mismo cavó. Colocó la caja en el pozo y con una pala, cubrió de tierra la pequeña sepultura.
Cuando finalizó se aproximó a una caja cerrada, ubicada en otro punto del jardín. La abrió y extrajo un par de zapatos nuevos. Los colocó en el suelo y se arrodilló frente a ellos.
-Bienvenidos a casa. Mi nombre es Daniel -dijo. - Confío en que sabrán adonde llevarme.
Sin más, los recogió y partió hacia dentro de su hogar.

viernes, 14 de mayo de 2010

Elena despierta

Elena despertó y se sentó en la cama. Contempló impávida el suelo, luego sus manos. Frotó su rostro y suspiró. Con piernas aún flácidas, se incorporó en penumbras y caminó hacia la puerta. Cruzó el pasillo y advirtió que el reloj de pared marcaba las once treinta. Al entrar al baño debió encender la luz. Después, se vio al espejo. Tenía el cabello alborotado y graso, y sus ojos reflejaban un extraño cansancio. Después orinó, y volvió a reconocer lo irreconocible, hasta que por algún motivo decidió voltear su mirada a través de la pequeña ventana contigua. Entonces, se espantó por lo que al horizonte avizoró. Despedida como alma que carga el diablo, caminó de prisa hacia el living. Sin siquiera vestirse, de un arrebato recogió las llaves y salió afuera. La imagen la aterró. Cómo explicarlo.
Cerró sus ojos con fuerza y volvió a abrirlos lentamente, pero nada cambió. Una lágrima corrió por su mejilla pesadamente. Se adentró en la casa y llamó a su madre. Estaba fregando la vajilla. Ella insistió, y cayó rendida en un sillón. Su cuerpo temblaba.
-¿Qué ocurre Elena? –preguntó.
Elena se levantó, aprisionó el brazo de su madre y la llevó fuera.
-¿Elena qué sucede? ¡Basta de juegos!-. Entonces, Elena señaló el cielo. Ella observó el cielo.
-¿Bien? -preguntó su madre sin comprender. Pero la joven no lo podía admitir y gritó desaforada. -¿Acaso no lo vez? –dijo. -¿Qué cosa?
–Cómo es que no te has dado cuenta... ¡El cielo! –respondió Elena. -¿Qué pasa con el cielo?
-¡Dios mío! ¡Es un mediodía sin sol! ¡El día se ha vuelto noche!
-¿De qué hablas, hija?
-¡Una noche sin estrellas, sin luna! Tan solo un manto oscuro y glaciar que me congela los huesos. No hay aves surcando el cielo ¡No logro oírlas! ¿Dónde está el canto de los zorzales mañaneros? ¡Mira los árboles! Se creían eternos pero ahora son solo sombras abanicándose con el viento. Perecieron sin luz. ¡Han muerto sin flores...! Ya no habrá flores, ni abejorros revoloteando en primavera, ni vida... ¿Qué ha pasado? ¿Cuándo ocurrió esto? ¡Dímelo!
Su madre la abrazó compasiva y susurró a su oído con calma. –Llora hija si lo deseas, pero... sé que una mañana regresará.

El misterio de Ada


Nadie sabrá nunca la verdad. Nadie conocerá jamás por qué Ada Falcón renunció a la fama y al prestigio de ser una de las cancionistas más exitosas de su época, cuando en 1942, lo abandonó todo. Quizás fue por un desamor o tal vez por su vínculo incondicional con Dios, lo cierto es que a partir de su retiro, surgió una de las grandes y más oscuras leyendas del tango.
Ada Falcón nació el 17 de agosto de 1905 y comenzó a cantar a los once años bautizada como “La Joyita Argentina”. A los catorce, filmó la película muda El festín de los caranchos y en 1929 empezó a cantar en Radio Cultura. Tanta actividad le impidió una infancia normal, como la de otros niños de su edad. Dicen que cuando ella cantaba, vivía la letra de las canciones como si con su voz estuviera relatando momentos de su vida. A los 19 años grabó con la orquesta de Osvaldo Fresedo y luego con Enrique Delfino.
Ada fue una diva: solía tomar baños calientes de dos horas y llegó hasta a quemar perfumes franceses para aromatizar su casa. Fue amante de los autos, las pieles y las alhajas. Dueña de unos impactantes ojos verdes, esta exquisita cancionista y femme fatal, fue amiga nada menos que de Enrique Santos Discépolo y de Carlos Gardel.
Falcón era la estrella predilecta del sello discográfico Odeón, en donde grabó con la orquesta de Francisco Canaro. La relación entre ambos escapó los límites profesionales y el romance floreció, convirtiéndose en prohibido, puesto que Canaro era un hombre casado. Algunos dicen que aquella tormentosa relación destruyó a Ada, cuando estaba en la cima de su carrera. Fue el momento del dinero y los excesos. El legado de “La Emperatriz del Tango” incluye temas como Madreselva, Destellos, Secreto y Yo no sé qué me han hecho tus ojos.
En el `42 la historia de Ada tuvo un giro inesperado, cuando repentinamente desapareció de la escena musical sin que jamás se conociera el verdadero motivo. ¿Qué pudo llevar a esta mujer a tomar aquella drástica decisión? Una versión aseguraba que renunció a todo por su desengaño amoroso con Canaro; otra, que tuvo una revelación mística y que, entonces, decidió entregarse por completo a Dios. Lo cierto es que la vocalista viajó a Córdoba y nunca volvió a cantar. Sumergida en la pobreza, Falcón vivió por años en el pueblo de Salsipuedes con su madre. Cuentan que vestía de negro, usaba un pañuelo para cubrir su cabellera y lentes oscuros porque había prometido ante Dios que jamás volvería a revelar a ningún hombre sus atributos de mujer. Los últimos años de su vida los pasó en el hogar de ancianos de San Camilo, en Molinari, provincia de Córdoba.
Ada Falcón falleció el 4 de enero de 2002, en absoluta soledad, olvidada y enferma. Hoy ya no existen las matrices de sus discos, tampoco copias de sus primeras películas, ni tampoco sus profundos ojos verdes, ni su voz. Sin embargo, el mito se agiganta.

martes, 6 de abril de 2010

Deseos en la fuente


Para mi abuela Julia



Un sol tallado en porcelana resplandece sobre una Plaza de Mayo en puesta otoñal. Los árboles desnudan sus copas doradas, frágiles, al son del pampero. El cemento yace pálido a mis pies. A mi alrededor los chocadores. Figuras de negro vagando en el éter de sus individualidades, cruzando a través de mí como puñaladas de aire frío en la noche.
El bullicio de los pájaros recuerda la primavera. Los veo brincar de copa en copa. Extasiados, revoloteando en las alturas. Mucha gente se halla en la plaza, algunos caminando, otros simplemente reposando de cara al sol. Un niño y su madre cruzan en sentido opuesto. El pequeño lleva un globo con forma de perro. Reparo en él. A lo lejos diviso la fuente y más allá la pirámide. Caminamos lentamente hacia el centro de la plaza. Doblamos en la curva y salimos del manto de sombras. El reflejo solar impacta hiriente sobre mi palidez. Uso mi mano como visera y continúo. “¡Helados, helados!”, se oye. Una bandada de palomas cruza amenazante sobre nosotros. Luego nos sentamos en la medialuna de cemento que encierra la fuente. Ella coloca su cartera de cuero pardo sobre su falda, abre con cuidado la bolsita de las garrapiñadas y me la ofrece. Tomo algunas, las mastico. Son algo duras, pero crocantes. -¿Cómo están?- me pregunta.
–Ricas- contesto. Entonces sonríe satisfecha. Ahora ella es quien se sirve. Siempre le gustaron los dulces.
Mientras, observamos el entorno. El tipo del carrito de helados, tiene otro cliente. Un hombre calvo de traje gris a cuadros con un diario enrollado bajo el brazo. Pero la paloma, esa misma de agudos ojos rojos y plumaje azabache, erguida cual cuervo de Poe sobre el hombro de aquél desconocido, capta mi total atención. Y yo sé que la de ella también. -¿Cómo lo hace? ¿Cómo es que se queda ahí, quietecita?- pregunto.
–De verdad que no sé… Quizás esté embalsamada- dice ella.
-¿Como la de la película de anoche? - Sí-.
-¿Entonces... creés que está muerta?- indago temeroso.
–No sé. Puede que sí- contesta, y se queda mirándome, a la espera de mi reacción.
Por supuesto, es lo que yo quería oír. Entonces, una sonrisa siniestra se dibuja en mi rostro y en el suyo, y reímos a la par, cómplices de asesinato. Nos confieso amantes de las historias tenebrosas y del humor ácido. El mismo que a otros rasgaría sus vestiduras. Al otro lado, un pequeño perturba a las aves. Una mujer se aproxima y lo golpea en la cabeza. –¿Qué haces? ¿Estás loco? ¡Estoy harta de vos!- dice. El niño comienza a llorar. Respiro hondo.
De vez en cuando el viento arrastra hacia nosotros algunas gotitas de agua. Ella me observa y tiene una idea -¿Querés ir a la fuente, tesoro?-.
La miro y sus ojos brillan frente a los míos, vivos como siempre. –Sí– contesto. Entonces, estiro mi brazo y abro la palma de mi mano lentamente a la espera. Ella me regala una moneda, y sonríe. –Andá que yo te espero. Te miro desde acá- dice.
Pero una extraña sensación se filtra en mi pecho. No puedo descifrarla. Aún así, me alejo paso a paso, muy despacio hacia la fuente, sin voltear atrás. El dolor se vuelve más intenso, y de mis ojos se escurre una lágrima de frío glaciar. Tengo miedo y ahora recuerdo a qué. Estoy frente a la fuente, moneda en mano. Presiono mi puño con fuerza, cierro los ojos, y deseo... “Abuela no me dejes, no me abandones. Cuidáme. Todavía soy un niño. Tu bebé (como solías decirme). No vuelvas a irte, nunca, nunca.”
Arrojo la moneda en la fuente, pero no quiero voltear. No lo haré, pues ya lo he hecho muchas veces y me he encontrado solo, entre desconocidos como una sombra más.
El tiempo se escurre como arena entre los dedos.
Tan solo un año ha pasado de tu partida y, aunque no lo aparente, todavía sigo siendo ese pequeño de rulos cobrizos, que adoraste con tanta dicha, amor y lealtad, y que te prometió jamás renunciar a sus sueños.

lunes, 22 de marzo de 2010

La Literatura...

La literatura es un vehículo imaginario que nos seduce e invita a vivir otras vidas. Vidas que no tenemos, y que quizás no admitiríamos, pero sentimos un irrefrenable deseo por lo prohibido. De morder la manzana y calzarnos los zapatos de un sujeto X que solo existirá en nuestra mente. Todo aquello que descansa en nuestro corazón, pero que late como una semilla madura (deseos, impulsos, pasiones, violencia, dolor) aflora en un estallido multicolor de complejas sensaciones solo comparables al éxtasis. Durante la lectura vivimos, actuamos y sentimos a semejanza del personaje.

Y si la literatura fuese un vehículo, por qué no compararla con una enorme carabela de velas rasgadas, azotada por mil vientos, navegando a la deriva en un mar gris y turbulento con rumbo desconocido. Y nosotros, embarcados en ella, en una aventura de conocimiento y exploración, dispuestos a padecer la suerte de un destino incierto, lejos de un entramado social alienante.

Portación de rostro


En la Hungría de comienzos de siglo, un singular hombrecito soñaba convertirse en actor. Sus ojos eran enormes y algo desorbitados. Tenía una mirada tierna, sutilmente siniestra; un rostro rollizo, casi aniñado; y un cuerpo anárquicamente bello, con cortas extremidades y manos de muñeca. Quién habitaba esa piel. Hermosa fealdad que aún hoy apasiona retinas y lo confinan a la memoria eterna. Cuál era el alma tortuosa que convivió con ella hasta romper el cascarón del tiempo. Pocos recordarán su nombre. Hace 46 años, Peter Lorre pasaba a la inmortalidad de la pantalla, dejando atrás un inquietante legado de personajes tan disímiles como brillantes entre sí. Frustrado por una condena divina, padeció como tantos otros del típico encasillamiento hollywoodense. Después un debut promisorio en el cine y subestimado por la industria, buscó libertades que nunca halló y que lo sumieron en una dependencia destructiva.
A temprana edad comenzó a interesarse por la actuación. Luego de acabar sus estudios y sin apoyo familiar, el joven resolvió aventurarse. Viajó a Suiza, donde se desempeñó en el sector bancario, y tras ganar algo de dinero, saltó al vacío. Lorre sintió el llamado... Financió sus estudios de improvisación y pronto ingresó al circuito teatral. En un par de años, había actuado en un buen número de obras, recorriendo teatros tanto de Polonia como Viena. No fue hasta 1929 que su talento encandiló al polémico poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht, quien lo contrató para su obra Pioneros en Ingolstadt. A partir de allí, se instaló en Berlín, cuna histórica del expresionismo, donde posteriormente trabajó para otros directores de talla.
La fibra sombría desplegada en cada una de sus notables interpretaciones y su particular fisonomía de Peter Pan, llevaron al gran director de Metropolis, Fritz Lang, a concentrar su desvelo en ese extraño espécimen de riñón teatral. Dispuesto a rodar su primer film sonoro, arriesgó el cuero por aquel joven que con tanto desparpajo despreciaba al cine, ofreciéndole un protagónico. La película: nada menos que M, el vampiro de Düsseldorf (1931). Relato negro inspirado en un caso real, donde encarna a un desquiciado asesino de niñas, que aterroriza una ciudad desolada por los embates de la posguerra y provoca una frenética búsqueda para dar con el culpable.
La vida que Lorre prestó a su personaje quedaría impregnada para la posteridad como una de las mejores performances de toda su carrera. El film, ahora devenido en años, fue un éxito inesperado tanto para el protagonista como para el realizador e impulsó al joven a abandonar las tablas para dedicarse entero, a partir de entonces, a su nuevo amor: el cine.
Dos años después, emigró a Inglaterra, donde trabó relación con el “maestro del suspense” Alfred Hitchcock. Juntos, encararon la versión británica de El hombre que sabía demasiado (1931) y más adelante, repitieron con Agente secreto (1936). Unión sublime que marcaría un antes y un después en la carrera de nuestro héroe. Del otro lado de la orilla, los ojos del Tío Sam caían rapaces sobre el extranjero. Hollywood, la tierra donde creían “todo es posible”, estaba a la vista. Así, se lanzó al sueño americano. Cambió la apacible y húmeda tierra Londinense por los destellos y la vorágine carnal de Los Ángeles.
Por entonces, Lorre creció en notoriedad a la par de títulos tanto olvidables como la saga de Mr Moto, en el que caracterizó a un inspector japonés capaz de resolver diversas intrigas de tipo criminal. Si bien no fue el comienzo deseado, sirvió para darse a conocer en un universo de frivolidades y desamparo poco explorado hasta entonces. Pronto, Hollywood y su entorno empezarían a reconocer ese rostro, esa mirada, ese ángel interior. Y desde allí, hacia el mundo, hacia la historia viva. Aquel experimento daría por sentada la versatilidad de un actor luego encasillado injustamente por las necesidades de la industria. Otra víctima de la picadora de sueños.
La década cerró con películas de menor calaña como Las manos de Orlac (1935) y Crack up (1936). Lorre, inmerso en sus frustraciones, supo obedecer a su instinto de fino catador de oportunidades, que le indicaría aguardar por lo mejor. Así, 1941 marcaría su retorno a la buena senda. De la mano del principiante John Huston, y bajo la imponente sombra de Humphrey Bogart, el pequeño talento condenado a actor de reparto volvió con El halcón Maltés. Unos pocos minutos bastaron para que su Joel Cairo, cautivara con su ambigua e infantil maldad, en un trhiller apasionante, al estilo del mejor policial negro. Un año más tarde, acompañaría a Bogart en otra pieza fundamental, la mítica Casablanca, a las órdenes de su compatriota Michael Curtiz. El film rompió la taquilla en Estados Unidos y catapultó a la fama a sus protagonistas. Con su igual brillante interpretación de Ugarte, un despreciable traficante de visas, alcanzaría el máximo estatus de actor secundario, dentro de un cóctel entre los que se encontraba el también reconocido Claude Rains. No obstante, la calidez de su espíritu rechazaría cualquier triunfalismo aferrándose a sus nobles convicciones. Se vio prisionero de su cuerpo, de su rara suerte. Mientras, de la oscuridad nacía la llama. Encasillado definitivamente en papeles de villano, Lorre, quien no estaba dispuesto a resignar en su búsqueda frenética de diversidades, comenzó a vivir la maldición de M. Karma que lo perseguiría hasta el final.
Sumido en una progresiva adicción a la morfina, regresó a Alemania, luego de la derrota del nazismo, para dirigir y protagonizar un guión escrito por él. Se trata de Der Verlorene (1951), un apasionante thriller psicológico que significaría el escape a sus frustraciones actorales, un intento de volver a las fuentes expresionistas, reinventarse y explotar el núcleo prisionero de su talento visionario, pero las mieles del éxito no acompañaron. Envuelto en las alas de su fracaso, emprendió su retorno a Estados Unidos.
Sin embargo, nunca abandonaría ese espíritu emprendedor de desafíos. Es así como tuvo el privilegio de representar en la versión televisiva de Casino Royale (1954), al primer antagonista de 007. La aún vigente popularidad en América, nominada principalmente por su singular contextura y su voz nasal, llevó a que Warner Bros diseñara una caricatura con idéntica complexión, que alternara participaciones con Bugs Bunny y el Pato Lucas. Lorre no tuvo más remedio que abrazar esa vida, y su extraña fama. Resignado a la perpetuidad de su burlesca apariencia, aquel irrefrenable don creativo debió palidecer en las penumbras de su cripta para siempre.
Sus apariciones ahora volcadas a un público joven y consumista, dejaron un sin fin de extraordinarias cintas de aventura con su sello irrefutable: 20000 leguas de viaje submarino (1954) y La vuelta al mundo en 80 días (1954), entre otras.
Hacia comienzos de los ’60, y después de un paso discreto por algunas series televisivas, puso a prueba sus increíbles dotes de eximio comediante, secundando al ilustre Vincent Price en Historias de terror (1962) y El cuervo (1963). El resultado: verdaderas reliquias del humor negro. Clásicos inoxidables que siempre despertarán una sonrisa, tal vez nostálgica. Basadas en relatos del Dios gótico, Edgar Allan Poe, representarían su último suspiro de creatividad y ductilidad actoral. La muerte lo encontraría a los tempranos 59 años, un 23 de marzo durante el rodaje de The Patsy (1964) con Jerry Lewis.
Quizás pocos recuerden su nombre. Quizás aquella maldición que creyó en vida, no fue tal. Y entonces, su imagen resista el paso del tiempo, y con ella su genialidad.






sábado, 13 de febrero de 2010

El mundo según Warhol


“Si quieres saberlo todo sobre Andy Warhol solo tienes que mirar la superficie; en la superficie de mis pinturas, de mis películas, de mí mismo, es ahí donde estoy. No hay nada detrás”, explicó cierta vez, queriendo despojarse del rótulo de artista brillante y excéntrico. Esta frase inicia el recorrido por algunas de sus más famosas obras, expuestas en el MALBA.
Marilyn, Brando y Garland nos observan como dioses desde su pedestal. Lenin y Mao tienen porte de rockstar. Y la silla eléctrica es la nueva atracción del parque de diversiones. Del otro lado, un cartel parece insinuar: “Dispare con el rifle a las latas Campbells y gane fabulosos premios”. Un asesino serial y un suicida sufren el mismo destino: ambos son inmortalizados en un flash. Y un estampado de cabezas de vaca se convierte en símbolo nacional en la tierra de la Fast Food.
Bajo un concepto artístico de aparente sencillez, la obra de Warhol no hace más que reflejar de modo visionario la intrusión y convivencia del capitalismo de mercado en el núcleo mismo de la sociedad, dando forma a una nueva cultura, donde todos sabemos de todo y nada a la vez.
Con el paso de los años nuestra personalidad evoluciona, se va forjando nutriéndose no solo con experiencias de vida, sino también con elementos de consumo. Podría decirse que el hombre se ha convertido en un complejo cóctel de recuerdos, frases hechas y productos envasados, dando lugar a un ser único pero que ciertamente comparte ideales comunes que se desprenden de diversos factores, entre ellos del mercado. De manera que en parte somos lo que consumimos; es decir lo que comemos, bebemos, vestimos, miramos en TV y leemos a lo largo de nuestra existencia. Así mismo somos ¿libres? de elegir entre una gaseosa cola, consumida por una estrella del Pop o un simple vaso con agua; llevar los jeans de una legendaria marca que vistió a James Dean, en lugar de una bermuda: o hasta alimentarnos con cereales que hacen fuerte a un tigre con acento inglés.
Porque todos queremos ser celebridades en nuestro pequeño universo, aunque más no sea durante aquellos benditos “quince minutos de fama”, en un mundo donde el glamour compite contra el hambre. Donde el individualismo empuja a los más débiles hacia un abismo.
Lo que somos se refleja en nuestra manera de actuar, lucir y hablar. Necesitamos, buscamos referencias estables en base a múltiples valores inculcados al inicio de nuestra vida como también en momentos que nos van marcando durante ella, y los productos que consumimos, desechamos y volvemos a consumir no están fuera de éste flujo. Es sencillo traer a la memoria y vincular productos y marcas, con momentos de nuestra existencia; programas de radio o TV, con vivencias familiares, con seres que aún hoy están o no a nuestro lado; y las melodías que musicalizan nuestra vida desde el comienzo, nos convierten en seres vulnerables y melancólicos, ansiosos por recrear esos momentos, aunque el tiempo haya pasado y nada sea igual. Solo para existir pacíficamente como humanos, con la cierta referencia de un producto que fue testigo de tal o cual suceso.
Vivimos y convivimos con ellos, y éstos son parte de nosotros. Están arraigados en nuestra historia, en nuestra mente, en nuestro corazón, sin distinción de edades, raza ni sexo, tampoco de nivel socioeconómico.
“Lo que es genial de este país es que América ha iniciado una tradición en la que los consumidores más ricos compran esencialmente las mismas cosas que los más pobres. Puedes estar viendo la tele y ver la Coca-Cola, y sabes que el Presidente bebe Coca-Cola, Liz Taylor bebe Coca-Cola, y piensas que tú también puedes beber Coca-Cola. Una cola es una cola, y ningún dinero del mundo puede hacer que encuentres una cola mejor que la que está bebiéndose el mendigo de la esquina. Liz Taylor lo sabe, el Presidente lo sabe, el mendigo lo sabe, y tú lo sabes”, diría Warhol.
La globalización como herramienta de mercado no ha hecho más que proyectar la cultura americana a nivel mundial trasformándola en un referente innegable de nuestras sociedades, más allá de las barreras históricas de costumbres y lenguaje y ulteriores cuestionamientos a la política exterior de Washington. Un blanco fácil pero poderoso, inútil de extirpar. ¿Pero quien desea realmente hacerlo?
La cultura popular estadounidense ahora es mundial ¿Acaso cambiaríamos esta forma de vida instaurada? ¿Quién no ha soñado con el sueño americano aún viviendo del otro lado del mundo, sin saber lo que realmente significa? Pero la frase es buena. Tal vez necesitemos vivir de un engaño, si de eso se trata. ¿Cómo renunciar a ser el héroe que conquista a la chica? ¿Cómo no imaginar que al final de la película todo se soluciona y si no al menos estaremos de pie, dando batalla a la adversidad hasta levantarnos de entre las cenizas como Scarlett en Lo que el viento se llevó? Aquél visionario artista llamado Warhol contempló aquello y más.
Somos lo que alguna vez consumimos, lo que elegimos o nos imponen. Pero nunca un envase vacío.