lunes, 22 de marzo de 2010

La Literatura...

La literatura es un vehículo imaginario que nos seduce e invita a vivir otras vidas. Vidas que no tenemos, y que quizás no admitiríamos, pero sentimos un irrefrenable deseo por lo prohibido. De morder la manzana y calzarnos los zapatos de un sujeto X que solo existirá en nuestra mente. Todo aquello que descansa en nuestro corazón, pero que late como una semilla madura (deseos, impulsos, pasiones, violencia, dolor) aflora en un estallido multicolor de complejas sensaciones solo comparables al éxtasis. Durante la lectura vivimos, actuamos y sentimos a semejanza del personaje.

Y si la literatura fuese un vehículo, por qué no compararla con una enorme carabela de velas rasgadas, azotada por mil vientos, navegando a la deriva en un mar gris y turbulento con rumbo desconocido. Y nosotros, embarcados en ella, en una aventura de conocimiento y exploración, dispuestos a padecer la suerte de un destino incierto, lejos de un entramado social alienante.

Portación de rostro


En la Hungría de comienzos de siglo, un singular hombrecito soñaba convertirse en actor. Sus ojos eran enormes y algo desorbitados. Tenía una mirada tierna, sutilmente siniestra; un rostro rollizo, casi aniñado; y un cuerpo anárquicamente bello, con cortas extremidades y manos de muñeca. Quién habitaba esa piel. Hermosa fealdad que aún hoy apasiona retinas y lo confinan a la memoria eterna. Cuál era el alma tortuosa que convivió con ella hasta romper el cascarón del tiempo. Pocos recordarán su nombre. Hace 46 años, Peter Lorre pasaba a la inmortalidad de la pantalla, dejando atrás un inquietante legado de personajes tan disímiles como brillantes entre sí. Frustrado por una condena divina, padeció como tantos otros del típico encasillamiento hollywoodense. Después un debut promisorio en el cine y subestimado por la industria, buscó libertades que nunca halló y que lo sumieron en una dependencia destructiva.
A temprana edad comenzó a interesarse por la actuación. Luego de acabar sus estudios y sin apoyo familiar, el joven resolvió aventurarse. Viajó a Suiza, donde se desempeñó en el sector bancario, y tras ganar algo de dinero, saltó al vacío. Lorre sintió el llamado... Financió sus estudios de improvisación y pronto ingresó al circuito teatral. En un par de años, había actuado en un buen número de obras, recorriendo teatros tanto de Polonia como Viena. No fue hasta 1929 que su talento encandiló al polémico poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht, quien lo contrató para su obra Pioneros en Ingolstadt. A partir de allí, se instaló en Berlín, cuna histórica del expresionismo, donde posteriormente trabajó para otros directores de talla.
La fibra sombría desplegada en cada una de sus notables interpretaciones y su particular fisonomía de Peter Pan, llevaron al gran director de Metropolis, Fritz Lang, a concentrar su desvelo en ese extraño espécimen de riñón teatral. Dispuesto a rodar su primer film sonoro, arriesgó el cuero por aquel joven que con tanto desparpajo despreciaba al cine, ofreciéndole un protagónico. La película: nada menos que M, el vampiro de Düsseldorf (1931). Relato negro inspirado en un caso real, donde encarna a un desquiciado asesino de niñas, que aterroriza una ciudad desolada por los embates de la posguerra y provoca una frenética búsqueda para dar con el culpable.
La vida que Lorre prestó a su personaje quedaría impregnada para la posteridad como una de las mejores performances de toda su carrera. El film, ahora devenido en años, fue un éxito inesperado tanto para el protagonista como para el realizador e impulsó al joven a abandonar las tablas para dedicarse entero, a partir de entonces, a su nuevo amor: el cine.
Dos años después, emigró a Inglaterra, donde trabó relación con el “maestro del suspense” Alfred Hitchcock. Juntos, encararon la versión británica de El hombre que sabía demasiado (1931) y más adelante, repitieron con Agente secreto (1936). Unión sublime que marcaría un antes y un después en la carrera de nuestro héroe. Del otro lado de la orilla, los ojos del Tío Sam caían rapaces sobre el extranjero. Hollywood, la tierra donde creían “todo es posible”, estaba a la vista. Así, se lanzó al sueño americano. Cambió la apacible y húmeda tierra Londinense por los destellos y la vorágine carnal de Los Ángeles.
Por entonces, Lorre creció en notoriedad a la par de títulos tanto olvidables como la saga de Mr Moto, en el que caracterizó a un inspector japonés capaz de resolver diversas intrigas de tipo criminal. Si bien no fue el comienzo deseado, sirvió para darse a conocer en un universo de frivolidades y desamparo poco explorado hasta entonces. Pronto, Hollywood y su entorno empezarían a reconocer ese rostro, esa mirada, ese ángel interior. Y desde allí, hacia el mundo, hacia la historia viva. Aquel experimento daría por sentada la versatilidad de un actor luego encasillado injustamente por las necesidades de la industria. Otra víctima de la picadora de sueños.
La década cerró con películas de menor calaña como Las manos de Orlac (1935) y Crack up (1936). Lorre, inmerso en sus frustraciones, supo obedecer a su instinto de fino catador de oportunidades, que le indicaría aguardar por lo mejor. Así, 1941 marcaría su retorno a la buena senda. De la mano del principiante John Huston, y bajo la imponente sombra de Humphrey Bogart, el pequeño talento condenado a actor de reparto volvió con El halcón Maltés. Unos pocos minutos bastaron para que su Joel Cairo, cautivara con su ambigua e infantil maldad, en un trhiller apasionante, al estilo del mejor policial negro. Un año más tarde, acompañaría a Bogart en otra pieza fundamental, la mítica Casablanca, a las órdenes de su compatriota Michael Curtiz. El film rompió la taquilla en Estados Unidos y catapultó a la fama a sus protagonistas. Con su igual brillante interpretación de Ugarte, un despreciable traficante de visas, alcanzaría el máximo estatus de actor secundario, dentro de un cóctel entre los que se encontraba el también reconocido Claude Rains. No obstante, la calidez de su espíritu rechazaría cualquier triunfalismo aferrándose a sus nobles convicciones. Se vio prisionero de su cuerpo, de su rara suerte. Mientras, de la oscuridad nacía la llama. Encasillado definitivamente en papeles de villano, Lorre, quien no estaba dispuesto a resignar en su búsqueda frenética de diversidades, comenzó a vivir la maldición de M. Karma que lo perseguiría hasta el final.
Sumido en una progresiva adicción a la morfina, regresó a Alemania, luego de la derrota del nazismo, para dirigir y protagonizar un guión escrito por él. Se trata de Der Verlorene (1951), un apasionante thriller psicológico que significaría el escape a sus frustraciones actorales, un intento de volver a las fuentes expresionistas, reinventarse y explotar el núcleo prisionero de su talento visionario, pero las mieles del éxito no acompañaron. Envuelto en las alas de su fracaso, emprendió su retorno a Estados Unidos.
Sin embargo, nunca abandonaría ese espíritu emprendedor de desafíos. Es así como tuvo el privilegio de representar en la versión televisiva de Casino Royale (1954), al primer antagonista de 007. La aún vigente popularidad en América, nominada principalmente por su singular contextura y su voz nasal, llevó a que Warner Bros diseñara una caricatura con idéntica complexión, que alternara participaciones con Bugs Bunny y el Pato Lucas. Lorre no tuvo más remedio que abrazar esa vida, y su extraña fama. Resignado a la perpetuidad de su burlesca apariencia, aquel irrefrenable don creativo debió palidecer en las penumbras de su cripta para siempre.
Sus apariciones ahora volcadas a un público joven y consumista, dejaron un sin fin de extraordinarias cintas de aventura con su sello irrefutable: 20000 leguas de viaje submarino (1954) y La vuelta al mundo en 80 días (1954), entre otras.
Hacia comienzos de los ’60, y después de un paso discreto por algunas series televisivas, puso a prueba sus increíbles dotes de eximio comediante, secundando al ilustre Vincent Price en Historias de terror (1962) y El cuervo (1963). El resultado: verdaderas reliquias del humor negro. Clásicos inoxidables que siempre despertarán una sonrisa, tal vez nostálgica. Basadas en relatos del Dios gótico, Edgar Allan Poe, representarían su último suspiro de creatividad y ductilidad actoral. La muerte lo encontraría a los tempranos 59 años, un 23 de marzo durante el rodaje de The Patsy (1964) con Jerry Lewis.
Quizás pocos recuerden su nombre. Quizás aquella maldición que creyó en vida, no fue tal. Y entonces, su imagen resista el paso del tiempo, y con ella su genialidad.