martes, 6 de abril de 2010

Deseos en la fuente


Para mi abuela Julia



Un sol tallado en porcelana resplandece sobre una Plaza de Mayo en puesta otoñal. Los árboles desnudan sus copas doradas, frágiles, al son del pampero. El cemento yace pálido a mis pies. A mi alrededor los chocadores. Figuras de negro vagando en el éter de sus individualidades, cruzando a través de mí como puñaladas de aire frío en la noche.
El bullicio de los pájaros recuerda la primavera. Los veo brincar de copa en copa. Extasiados, revoloteando en las alturas. Mucha gente se halla en la plaza, algunos caminando, otros simplemente reposando de cara al sol. Un niño y su madre cruzan en sentido opuesto. El pequeño lleva un globo con forma de perro. Reparo en él. A lo lejos diviso la fuente y más allá la pirámide. Caminamos lentamente hacia el centro de la plaza. Doblamos en la curva y salimos del manto de sombras. El reflejo solar impacta hiriente sobre mi palidez. Uso mi mano como visera y continúo. “¡Helados, helados!”, se oye. Una bandada de palomas cruza amenazante sobre nosotros. Luego nos sentamos en la medialuna de cemento que encierra la fuente. Ella coloca su cartera de cuero pardo sobre su falda, abre con cuidado la bolsita de las garrapiñadas y me la ofrece. Tomo algunas, las mastico. Son algo duras, pero crocantes. -¿Cómo están?- me pregunta.
–Ricas- contesto. Entonces sonríe satisfecha. Ahora ella es quien se sirve. Siempre le gustaron los dulces.
Mientras, observamos el entorno. El tipo del carrito de helados, tiene otro cliente. Un hombre calvo de traje gris a cuadros con un diario enrollado bajo el brazo. Pero la paloma, esa misma de agudos ojos rojos y plumaje azabache, erguida cual cuervo de Poe sobre el hombro de aquél desconocido, capta mi total atención. Y yo sé que la de ella también. -¿Cómo lo hace? ¿Cómo es que se queda ahí, quietecita?- pregunto.
–De verdad que no sé… Quizás esté embalsamada- dice ella.
-¿Como la de la película de anoche? - Sí-.
-¿Entonces... creés que está muerta?- indago temeroso.
–No sé. Puede que sí- contesta, y se queda mirándome, a la espera de mi reacción.
Por supuesto, es lo que yo quería oír. Entonces, una sonrisa siniestra se dibuja en mi rostro y en el suyo, y reímos a la par, cómplices de asesinato. Nos confieso amantes de las historias tenebrosas y del humor ácido. El mismo que a otros rasgaría sus vestiduras. Al otro lado, un pequeño perturba a las aves. Una mujer se aproxima y lo golpea en la cabeza. –¿Qué haces? ¿Estás loco? ¡Estoy harta de vos!- dice. El niño comienza a llorar. Respiro hondo.
De vez en cuando el viento arrastra hacia nosotros algunas gotitas de agua. Ella me observa y tiene una idea -¿Querés ir a la fuente, tesoro?-.
La miro y sus ojos brillan frente a los míos, vivos como siempre. –Sí– contesto. Entonces, estiro mi brazo y abro la palma de mi mano lentamente a la espera. Ella me regala una moneda, y sonríe. –Andá que yo te espero. Te miro desde acá- dice.
Pero una extraña sensación se filtra en mi pecho. No puedo descifrarla. Aún así, me alejo paso a paso, muy despacio hacia la fuente, sin voltear atrás. El dolor se vuelve más intenso, y de mis ojos se escurre una lágrima de frío glaciar. Tengo miedo y ahora recuerdo a qué. Estoy frente a la fuente, moneda en mano. Presiono mi puño con fuerza, cierro los ojos, y deseo... “Abuela no me dejes, no me abandones. Cuidáme. Todavía soy un niño. Tu bebé (como solías decirme). No vuelvas a irte, nunca, nunca.”
Arrojo la moneda en la fuente, pero no quiero voltear. No lo haré, pues ya lo he hecho muchas veces y me he encontrado solo, entre desconocidos como una sombra más.
El tiempo se escurre como arena entre los dedos.
Tan solo un año ha pasado de tu partida y, aunque no lo aparente, todavía sigo siendo ese pequeño de rulos cobrizos, que adoraste con tanta dicha, amor y lealtad, y que te prometió jamás renunciar a sus sueños.

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